25 mayo, 2007

Aviador del invierno, brujo helado



Aviador del invierno,  brujo helado,
escalador de nubes,  ¿qué te queda
debajo de la barba,  en aquel rostro
que usabas en la hierba,  cuando niño?
¿Qué te queda colgado de los ojos,
de la boca,  del huracán de pana
con el que le sacabas a la lluvia
los secretos del agua junto al
fémurde la planicie negra;
donde,  a veces,  se moría un caballo,
una liebre de frío,  un fugitivo,
y tantas cosas que morían solas,
sin decir nada,  por ejemplo,  nada,
porque sí,  obligándose a la muerte,
a la cal apagada,  a los crujidos
de un carro anual,  de un espesor dudoso,
así como una flaca flor soldada
a un cadáver errante?

Extrañarás,  sin duda,  los ciruelos,
las levaduras de un domingo,  el paso
de una moneda llena de cerveza,
y la tos de tu abuelo violinisita,
y aquel jabón de hierro
que abrías para el pliegue de las uñas,
y tu sombrero de armazón violeta
yéndose por el aire,  más arriba,
con tu cabeza adentro,  como un fuego
de pelo ebrio,  casi siempre justo
por la razón del hombre,  por el hueco
de una mujer frotándose las piernas,
o a lo mejor por el comercio estricto
del tiempo con los niños y graneros.

Debe ser duro no apostar a fondo,
no pulsear con un polen de herraduras,
ni discutir problemas similares
al lúpulo y los clavos.  No imagino
cómo harás para verte sin la tierra,
sin los tres camaradas,  sin los dientes
que los árboles echan en verano;
no creo que te quede traje alguno,
aunque no te importaron,  y ni creo
que tengas ganas ya de aventurarte,
de acompañarte a un duelo de cigarras
en un día de talco fragoroso
y sol hinchado a orín,  por algún sitio
no muy común al humo de tus huesos.

Tú has conocido el vidrio de la muerte;
le has contestado todas las preguntas
y ahora no está más,  no lo consigues,
y tú te mueres,  aviador,  te mueres
sin saberte de lámpara.
                                        No entiendo,
no comprendo,  aviador,  cómo tu sangre
se ha dejado caer así en espina
casi en ruido de avena.  Tú eras brujo.
No me figuro,  no resuelvo.  Es grave
no disponer de un pájaro que acierte,
de un amigo lunar,  de una bellota,
o,  simplemente,  de un papel firmado.

Entretanto se arrugan las cosechas,
los botones del surco.  Se disputa
sobre el hambre y la piel,  se arrestan panes,
ruedas,  hornallas,  cabrias y gramiles;
se mencionan sucesos.  Pero es claro:
tú te has puesto a buscarte como un ciego
encerrado en carbón,  y no te asomas,
y ya nadie te ve ni te conocen
ni te dicen adiós,  es cosa cierta.

Sólo por ti,  lo sé,  viven los cedros.



Roberto Themis Speroni,  1966

1 comentario:

Anónimo dijo...

estoy cada vez mas convencido de que tengo que uzurpar ese libro gris que dice SPERONI de tu biblioteca